

EL ADIÓS AL VIOLINISTA DEL MONTE
Autor de más de 300 temas, en su mayoría gatos y chacareras, fue el exponente más genuino de la cultura rural santiagueña. Aun en los últimos años, aquejado por múltiples dolencias producto de la edad, conservaba su picardía intacta.
Ayer a los 94 años falleció don Sixto Palavecino. Ciudadano ilustre de Santiago del Estero, patrimonio cultural de la provincia, entre otros títulos que se ganó en los últimos años, cuando le había llegado el tiempo de cosechar los reconocimentos institucionales. Defensor acérrimo del quichua, la lengua que como tantos comprovincianos habló “desde el vientre materno”, prohibida durante años en las escuelas santiagueñas, transformada en una vergüenza. “Peluquero peinador”, según el diploma que lo habilitó para el oficio con el que se ganó la vida durante años. Violinisto sachero, según se definía él en la lengua que amaba: sachero, del monte. Compositor de inspirados gatos y chacareras, también sacheritos. Y por si fuera poco, uno de los primeros en tender puentes entre el folklore tradicional y los jóvenes más habituados a géneros como el rock, de la mano de su amigo León Gieco.
Don Sixto murió rodeado de sus hijos y nietos, en el Instituto de Cardiología de Santiago, donde había sido internado hacía unas semanas por problemas cardiológicos, complicados por una fuerte neumonía. En los últimos años necesitaba de una silla de ruedas para desplazarse, debido a una fractura que lo postró. Su salud estaba debilitada, al punto de que no pudo ir a recibir el último homenaje que le hicieron en la Feria del Libro de Santiago del Estero, el año pasado, en el que estuvieron por él todos sus hijos. En 1999 había recibido un doble bypass, en 2000 nuevamente había sido sometido a una intervención quirúrgica tras un golpe en la cabeza que sufrió en una caída. Tenía sus achaques, pero conservaba esa mirada pícara y esa dulzura que se profundizaba con su hablar en diminutivo, ese modo tan bello que arrastraba de la traducción mental que hacía del quichua.
Había nacido el 28 de marzo de 1915 en un paraje llamado Barrancas, en el departamento de Villa Salavina, Santiago del Estero. “A campo abierto, nada de potreros ni alambrados”, explicaba él para ubicar las coordenadas geográficas. En pleno monte, donde “el juguete eran los cabritos y corderitos” que su familia criaba como modo de vida. Cerca de los 14 años perdió a su madre, y pronto a su abuelo, y así quedó al cuidado de su hermano mayor. “He venido respirando quichua desde el vientre de mi madre, y lo hablaba en el monte, cuidando cabras, ovejas, sembrando un poquito para el consumo... Así han sido las vivencias nuestras: médico no se conocía, era la curandera nomás. Y así hemos vivido nosotros”, contaba sobre su infancia. Por entonces ya había aparecido el violín en su vida de niño crecido de golpe, como por arte de magia. O de la Salamanca, como decían algunos vecinos. Porque sin que nadie se lo enseñara, sin más elementos que unas maderitas, aquel niño solo en medio del monte se fabricó un violincito y salió tocándolo, y siguió haciendo hasta el final. ¿Cosa de la Salamanca?
En 2006 Don Sixto recibió a Página/12 en su casa del barrio Almirante Brown de Santiago del Estero, donde el sillón de peluquería permanecía en un lugar central del living, rodeado de premios, fotos, recortes, discos y recuerdos de todo el país. Conservaba un ánimo fantástico y ganas de contar, y cuando se le propuso posar con su violín para las fotos, prefirió largarse a tocar una chacarera tras otra, aunque ya no lo hacía públicamente. Contó, entonces, del misterio del violín. En ese paisaje del monte de su infancia, ¿cómo aparece el violín?, le preguntó esta cronista. “Lo he hecho yo mismo con unas maderitas que he encontrado, a mis nueve años –contó él, con naturalidad–. Mi madre no quería saber nada, pero yo lo he fabricado y lo he escondido en un hueco de un quebracho añoso, en un caminito de animales, en el monte. Ahí lo tuve yo al violincito, más de un año guardado. Todos los días iba con los animales y me bajaba en el quebracho, donde estaba el violincito guardado, ahí paradito. Ese hueco del quebracho era mi estuche. ¡Ese tipo de estuche no lo tiene nadie en el mundo! Y yo lo he tenido en el monte. Qué bendición.”
La madre de don Sixto, claro, “no quería saber nada con el violincito”: los musiqueros tenían una ganada fama general de borrachines. Pero el violín ya estaba en la vida de Sixto, era para él parte del paisaje: “En la zona donde yo he nacido, si en cada rancho había dos o tres hermanos, todos tocaban violín –describía–. Esa parte de Barrancas, en el departamento de Salavina, es como una islita: un lugarcito lleno de gente que tocaba el violín y le gustaba. Así como le digo. De esa manera, yo lo escuchaba desde chico. En casa había guitarras, pero yo les sacaba las cuerdas que se gastaban y se las ponía a mi violincito. Así era, bien encordadito. La primera cerda del arco la hice de la cola de un caballo”.
Respiro en quichua
“Yo vivo en quichua, respiro en quichua”, decía siempre don Sixto, y seguía ensañado en ampliar las fronteras de esa lengua que alguna vez, cuando cursó la escuela primaria, le fue negada. Para eso se valió no sólo del poder de su violín, también de un programa de radio que mantuvo desde 1969, que primero se llamó La audición quichua y después El alero quichua, por Radio Nacional Santiago del Estero. Lo hacía con compañeros como el poeta Felipe Corpos y, en un principio, con la apertura del profesor Domingo Bravo, pionero en el estudio de esa lengua. El programa ha cosechado numerosos premios y sigue hasta hoy, con la conducción de Rubén Palavecino, hijo de Sixto, y con el mismo firme objetivo: la difusión de la lengua materna de don Sixto, que se hablaba y se habla en toda la región del río Dulce.
Hubo otro proyecto de magnitud con el que el violinisto encauzó su objetivo: la traducción del Martín Fierro al quichua, que le llevó ocho años de trabajo y cuya primera edición publicó en 1990 (Marcos Veloso Ediciones). No se quedó satisfecho: siguió trabajando y en 2007 logró concretar una segunda edición del libro de José Hernández, esta vez bilingüe, con la incorporación de una nueva signografía y respetando fielmente la rima y la métrica de los 7210 versos originales. La presentación del libro, publicado por el gobierno de Santiago del Estero, se hizo a toda fiesta en la capital provincial, con la presencia de Peteco Carabajal, el luthier de bombos Froilán González, y por supuesto León Gieco.
Con Leoncito
“Don Sixto Palavecino, gato escondido de amor. Cuando escucho tu violín, Santiago es como una flor”, dice el estribillo de la canción que le dedicó Gieco. Se la escribió sin conocerlo, cuando sólo habían hablado por teléfono y él cortó emocionado por haber escuchado el saludo en quichua de quien consideraba un patriarca inalcanzable, “un Bob Dylan del monte” (ver aparte). Años después don Sixto le devolvió la gentileza componiendo un par de temas para su amigo: el gato “Leoncito”, una suerte de declaración de amistad, y una chacarera en la que comenta medio en broma y medio en serio lo que pasó cuando se juntó con Gieco, identificado con el palo del rock, y las reacciones que provocó al principio esta juntada entre los más tradicionalistas.
Alguna vez llegó hasta su peluquería Jorge Cafrune, para intentar convencerlo de que saliese de gira con él. Se negó: se había mudado a la capital de Santiago para darles un estudio a sus hijos, y no eran tiempos para andar llevando una vida tan inestable como la del musiquero itinerante. Años más tarde, a Gieco, un admirador incondicional con quien Palavecino dio conciertos revolucionarios para la época, no le costó nada convencerlo. Que un folklorista y un rockero venido de Buenos Aires tocaran juntos no era algo fácil de tragar para los santiagueños más tradicionalistas. Cuentan que hubo discusiones fuertes, que alguna llegó a las manos. Por toda respuesta, don Sixto compuso aquella chacarera: “Anda diciendo la gente / que Sixto ya no es sachero / se junta con los de afuera / ahora se ha vuelto rockero”.
“Amigo del alma es ése... Muy fiel amigo”, decía de Gieco, y contaba sus andanzas como lo más natural del mundo: “El me invitó por teléfono a participar de un recital suyo en Santiago del Estero. Así empezó la amistad. Después me vino a buscar para De Ushuaia a La Quiaca. Y para grandes festivales que hacía él en los clubes, con la juventud, con musiqueros de otros países que también traía... Una vez, por ejemplo, vino el Chico Buarque. ¡Quería que yo le enseñara a tocar chacarera, para que hiciéramos algo juntos! Le expliqué que no se podía, porque ellos estaban de paso y con poco tiempo. Y la chacarera no es algo que se aprenda así nomás”.
La biografía de Sixto Palavecino indica que es autor de más de 300 temas. Recién comenzó a registrarlos en 1966, cuando tenía 45 años y grabó los primeros discos con el conjunto Sixto Palavecino y sus hijos: Cuando mecha el sol, Pa’que bailen y Carbonerito santiagueño, para el sello RCA Victor. Se editaron catorce discos propios más, entre grabaciones y antologías, entre ellos Por qué... Por quién, reeditado por este diario. También participó en trece discos de otros grupos, como De Ushuaia a La Quiaca, o Kuska (Juntos), junto a Ariel Ramírez, Jaime Torres y Chango Nieto, o sus participaciones en discos de Soledad, el Dúo Coplanacu o Cuti y Roberto Carabajal. La mayoría de sus canciones son “overitas”, como él las llama: una mezcla de quichua y español. Casi siempre las tocó junto a sus hijos, Rubén, Carmen y Haydée. “Así es la cosa con mi violincito”, decía don Sixto, cuando se le preguntaba por su música, y sonreía. Don Sixto hablaba en diminutivo y sonreía, muchas veces. Cuando lo hacía, transmitía algo de otro orden.
(Karina Micheletto, Página 12, 25/04/09)

LA LEYENDA DEL VIOLÍN DEL MONTE
(Entrevista a Sixto Palavecino)
Es domingo a la mañana en Santiago del Estero. El sol se olvida de que el verano, por orden del calendario, ha terminado. Y calienta como si uno tuviese un soplete en la nuca. El cielo es celeste furioso y está rayoneado con nubes.
Aunque el día es hermoso, el viaje comienza mal. En la puerta de la casa de Sixto Palavecino espera Rubén, uno de sus hijos. "El papi no está bien", anuncia, haciendo gala de esa costumbre santiagueña de llamar papi y mami a los progenitores, aún cuando el nene en cuestión tenga más de 50.
La idea era hablar con uno de los últimos referentes históricos del folclore argentino. Pero el poeta, cantante, "violinisto sachero" y difusor del quichua -ya es material de consulta su traducción del Martín Fierro, que le llevó casi una década- está enfermo. No tiene sentido preguntar qué le pasa. A los 94 años, uno tiene pleno derecho de enfermarse de cualquier cosa e incluso de cometer la imprudencia de morirse. Pero don Sixto -lo bien que hace- está empecinado en seguir viviendo.
Mientras se recupera, Rubén va a la radio para conducir El alero quichua, el programa que Sixto creó hace 40 años, con el fin de difundir la cultura quichua. Sixto iba a la radio hasta hace poco; luego comenzó a saludar a la audiencia por teléfono -en castellano y en quichua- y ahora sólo puede escucharlo.
El ciclo va por Radio Nacional de Santiago (AM 1130) y por la red (www.aleroquichua.org.ar) los domingos, de 11 a 13. El estudio es inmenso, con un piano de cola al costado. Al frente, en un escenario, sólo cuelga un micrófono y cinco personas conducen el programa de pie.
El público va llegando para mandar saludos o mostrar su talento con la guitarra. Y hasta aparece alguien que ensaya una explicación casi científica de por qué para hacer un buen rasguido de chacarera hay que nacer en esta provincia. Casi toda la música que se escucha es en vivo; no hay guión ni nada programado.
En algún momento, entre el público, había alrededor de 10 personas y casi la mitad cargaba una guitarra; el programa comienza a parecerse a una guitarreada, con baile y todo. Todos le preguntan a Rubén cómo está don Sixto, lo recuerdan y le mandan saludos. En esas dos horas y siempre en un registro bilingüe, desfilan músicos de todas las edades, santiagueños expatriados, un luthier-carpintero que muestra un violín y una bandulia y don Belindo Farías, ex policía, poeta y conocido por todos como "el patriarca del quichua".
Cuando el programa termina, Rubén va a lo de su papi. A la casa de don Sixto, en el barrio Almirante Brown, se ingresa por el living, lleno de objetos como si fuese un pequeño museo. Al costado, como una reliquia, se impone su sillón de peluquero, que le dio de comer durante muchos años; algunos de sus violines, premios, facones y la foto de un León Gieco jovencísimo, de mediados de los '80, de aquella vez cuando lo invitó a participar en De Ushuaia a La Quiaca.
De una de las paredes, debajo de una foto con su mujer en blanco y negro pero pintada, cuelga un pedazo de madera, tallado, que tiene una frase: "Sixto y Argelia, 50 huatas cusca" (50 años juntos).
Y finalmente, el hombre aparece. Está en silla de ruedas, con los lentes y el piyama puestos. Pide disculpas porque no puede atender a los periodistas "como corresponde" y dice que extraña estar al frente del programa. "Yo no soy para enseñar. Yo traigo el quichua de nacimiento. Hace muchos años hice ese programa con la idea de arrimar a la gente del campo a la radio, sea o no quichuista. Ahora estoy orgulloso de ellos". Don Sixto habla lento, mirando fijo con unos ojos claros y la cara arrugada como una cama sin hacer.
El 28 de marzo festejó su cumpleaños número 94. Dice que extraña su instrumento. "Tengo una deuda con la música: me hubiese gustado mejorar mi manera de tocar. Agarraba el violín de una forma que me inventé yo nomás". Es interesante -y ahora historia imposible- pensar cómo hubiese sido su carrera si "aprendía a tocar bien", como él dice. Sin formación académica, era admirado por Antonio Agri y otros grandes del instrumento.
Cuando le señalan la madera que recuerda el medio siglo junto a Argelia, don Sixto ensaya una sonrisa. Y mira de reojo a Rubén, como pidiendo permiso para contar. "La conocí en un rezabaile", comienza y seguramente recorre con la mirada aquel baile tradicional criollo, que se suele realizar en cumplimiento de una promesa o por tradición familiar. "Tuve talento para elegir mujer pero no supe buscar amigos. Dos de ellos me traicionaron en negocios que puse. Uno era de ramos generales y el otro en el centro. Me quedé sin un peso. Pero no me hice problema".
Sixto está lúcido, pero cansado. Cuando hizo la nota, dijo que iba a festejar su cumpleaños aunque sea en la cama. Y lo hizo. Ahora está internado y molesto por tener que alejarse de su casa. Luego de la charla, agarra la mano del periodista y de la persona que lo acompaña. "Chau bonita", le dice a ella en quichua. "Chau, caballero", se despide.
Su vida no cambió mucho desde aquellas tardes en las que se escondía en los montes para tocar el violín. El hombre sigue siendo un defensor del quichua. Don Sixto ahora extraña el violín.
Peluquero, músico y difusor cultural
Sixto Doroteo Palavecino nació el 28 de marzo de 1915 en la localidad de Barrancas (Salavina, Santiago del Estero). Fue a la escuela hasta tercer grado porque "más no había". Aunque su madre no veía con buenos ojos que se dedicara a la música, comenzó a tocar el violín a los 10 años; incluso, durante un tiempo, tuvo que esconder el instrumento en el hueco de un quebracho blanco e internarse en el monte a tocar.
A inicios de los '40 se mudó a Villa Salavina. Formó el conjunto "Sixto Palavecino y sus hijos" y comenzó a recorrer el país; se presentó en el Luna Park y en el programa de televisión Sábados circulares. Junto con la música, comenzó con un trabajo de defensa de la lengua y la cultura quichua. Recién a fines de los '60 ingresa al campo profesional de la música. Los Hermanos Simón graban sus primeros temas y la RCA edita el primer disco, siempre en quichua, aunque traduciendo alguna parte al castellano para "el público argentino".
Luego, decide instalarse en Santiago del Estero y vivir de su peluquería para que sus hijos puedan educarse. El lugar era paso obligado de poetas y músicos de todo el mundo. En los '80, León Gieco buscó a ese músico del que todos le hablaban para De Ushuaia a La Quiaca. Participó de ese proyecto y compartió escenario con los grandes referentes del folclore. Desde hace algunos años, está retirado de la música por problemas de salud, pero seguía participando de las audiciones de El alero quichua, el ciclo que creó para difundir ese cultura.
(Clarín)
Autor de más de 300 temas, en su mayoría gatos y chacareras, fue el exponente más genuino de la cultura rural santiagueña. Aun en los últimos años, aquejado por múltiples dolencias producto de la edad, conservaba su picardía intacta.
Ayer a los 94 años falleció don Sixto Palavecino. Ciudadano ilustre de Santiago del Estero, patrimonio cultural de la provincia, entre otros títulos que se ganó en los últimos años, cuando le había llegado el tiempo de cosechar los reconocimentos institucionales. Defensor acérrimo del quichua, la lengua que como tantos comprovincianos habló “desde el vientre materno”, prohibida durante años en las escuelas santiagueñas, transformada en una vergüenza. “Peluquero peinador”, según el diploma que lo habilitó para el oficio con el que se ganó la vida durante años. Violinisto sachero, según se definía él en la lengua que amaba: sachero, del monte. Compositor de inspirados gatos y chacareras, también sacheritos. Y por si fuera poco, uno de los primeros en tender puentes entre el folklore tradicional y los jóvenes más habituados a géneros como el rock, de la mano de su amigo León Gieco.
Don Sixto murió rodeado de sus hijos y nietos, en el Instituto de Cardiología de Santiago, donde había sido internado hacía unas semanas por problemas cardiológicos, complicados por una fuerte neumonía. En los últimos años necesitaba de una silla de ruedas para desplazarse, debido a una fractura que lo postró. Su salud estaba debilitada, al punto de que no pudo ir a recibir el último homenaje que le hicieron en la Feria del Libro de Santiago del Estero, el año pasado, en el que estuvieron por él todos sus hijos. En 1999 había recibido un doble bypass, en 2000 nuevamente había sido sometido a una intervención quirúrgica tras un golpe en la cabeza que sufrió en una caída. Tenía sus achaques, pero conservaba esa mirada pícara y esa dulzura que se profundizaba con su hablar en diminutivo, ese modo tan bello que arrastraba de la traducción mental que hacía del quichua.
Había nacido el 28 de marzo de 1915 en un paraje llamado Barrancas, en el departamento de Villa Salavina, Santiago del Estero. “A campo abierto, nada de potreros ni alambrados”, explicaba él para ubicar las coordenadas geográficas. En pleno monte, donde “el juguete eran los cabritos y corderitos” que su familia criaba como modo de vida. Cerca de los 14 años perdió a su madre, y pronto a su abuelo, y así quedó al cuidado de su hermano mayor. “He venido respirando quichua desde el vientre de mi madre, y lo hablaba en el monte, cuidando cabras, ovejas, sembrando un poquito para el consumo... Así han sido las vivencias nuestras: médico no se conocía, era la curandera nomás. Y así hemos vivido nosotros”, contaba sobre su infancia. Por entonces ya había aparecido el violín en su vida de niño crecido de golpe, como por arte de magia. O de la Salamanca, como decían algunos vecinos. Porque sin que nadie se lo enseñara, sin más elementos que unas maderitas, aquel niño solo en medio del monte se fabricó un violincito y salió tocándolo, y siguió haciendo hasta el final. ¿Cosa de la Salamanca?
En 2006 Don Sixto recibió a Página/12 en su casa del barrio Almirante Brown de Santiago del Estero, donde el sillón de peluquería permanecía en un lugar central del living, rodeado de premios, fotos, recortes, discos y recuerdos de todo el país. Conservaba un ánimo fantástico y ganas de contar, y cuando se le propuso posar con su violín para las fotos, prefirió largarse a tocar una chacarera tras otra, aunque ya no lo hacía públicamente. Contó, entonces, del misterio del violín. En ese paisaje del monte de su infancia, ¿cómo aparece el violín?, le preguntó esta cronista. “Lo he hecho yo mismo con unas maderitas que he encontrado, a mis nueve años –contó él, con naturalidad–. Mi madre no quería saber nada, pero yo lo he fabricado y lo he escondido en un hueco de un quebracho añoso, en un caminito de animales, en el monte. Ahí lo tuve yo al violincito, más de un año guardado. Todos los días iba con los animales y me bajaba en el quebracho, donde estaba el violincito guardado, ahí paradito. Ese hueco del quebracho era mi estuche. ¡Ese tipo de estuche no lo tiene nadie en el mundo! Y yo lo he tenido en el monte. Qué bendición.”
La madre de don Sixto, claro, “no quería saber nada con el violincito”: los musiqueros tenían una ganada fama general de borrachines. Pero el violín ya estaba en la vida de Sixto, era para él parte del paisaje: “En la zona donde yo he nacido, si en cada rancho había dos o tres hermanos, todos tocaban violín –describía–. Esa parte de Barrancas, en el departamento de Salavina, es como una islita: un lugarcito lleno de gente que tocaba el violín y le gustaba. Así como le digo. De esa manera, yo lo escuchaba desde chico. En casa había guitarras, pero yo les sacaba las cuerdas que se gastaban y se las ponía a mi violincito. Así era, bien encordadito. La primera cerda del arco la hice de la cola de un caballo”.
Respiro en quichua
“Yo vivo en quichua, respiro en quichua”, decía siempre don Sixto, y seguía ensañado en ampliar las fronteras de esa lengua que alguna vez, cuando cursó la escuela primaria, le fue negada. Para eso se valió no sólo del poder de su violín, también de un programa de radio que mantuvo desde 1969, que primero se llamó La audición quichua y después El alero quichua, por Radio Nacional Santiago del Estero. Lo hacía con compañeros como el poeta Felipe Corpos y, en un principio, con la apertura del profesor Domingo Bravo, pionero en el estudio de esa lengua. El programa ha cosechado numerosos premios y sigue hasta hoy, con la conducción de Rubén Palavecino, hijo de Sixto, y con el mismo firme objetivo: la difusión de la lengua materna de don Sixto, que se hablaba y se habla en toda la región del río Dulce.
Hubo otro proyecto de magnitud con el que el violinisto encauzó su objetivo: la traducción del Martín Fierro al quichua, que le llevó ocho años de trabajo y cuya primera edición publicó en 1990 (Marcos Veloso Ediciones). No se quedó satisfecho: siguió trabajando y en 2007 logró concretar una segunda edición del libro de José Hernández, esta vez bilingüe, con la incorporación de una nueva signografía y respetando fielmente la rima y la métrica de los 7210 versos originales. La presentación del libro, publicado por el gobierno de Santiago del Estero, se hizo a toda fiesta en la capital provincial, con la presencia de Peteco Carabajal, el luthier de bombos Froilán González, y por supuesto León Gieco.
Con Leoncito
“Don Sixto Palavecino, gato escondido de amor. Cuando escucho tu violín, Santiago es como una flor”, dice el estribillo de la canción que le dedicó Gieco. Se la escribió sin conocerlo, cuando sólo habían hablado por teléfono y él cortó emocionado por haber escuchado el saludo en quichua de quien consideraba un patriarca inalcanzable, “un Bob Dylan del monte” (ver aparte). Años después don Sixto le devolvió la gentileza componiendo un par de temas para su amigo: el gato “Leoncito”, una suerte de declaración de amistad, y una chacarera en la que comenta medio en broma y medio en serio lo que pasó cuando se juntó con Gieco, identificado con el palo del rock, y las reacciones que provocó al principio esta juntada entre los más tradicionalistas.
Alguna vez llegó hasta su peluquería Jorge Cafrune, para intentar convencerlo de que saliese de gira con él. Se negó: se había mudado a la capital de Santiago para darles un estudio a sus hijos, y no eran tiempos para andar llevando una vida tan inestable como la del musiquero itinerante. Años más tarde, a Gieco, un admirador incondicional con quien Palavecino dio conciertos revolucionarios para la época, no le costó nada convencerlo. Que un folklorista y un rockero venido de Buenos Aires tocaran juntos no era algo fácil de tragar para los santiagueños más tradicionalistas. Cuentan que hubo discusiones fuertes, que alguna llegó a las manos. Por toda respuesta, don Sixto compuso aquella chacarera: “Anda diciendo la gente / que Sixto ya no es sachero / se junta con los de afuera / ahora se ha vuelto rockero”.
“Amigo del alma es ése... Muy fiel amigo”, decía de Gieco, y contaba sus andanzas como lo más natural del mundo: “El me invitó por teléfono a participar de un recital suyo en Santiago del Estero. Así empezó la amistad. Después me vino a buscar para De Ushuaia a La Quiaca. Y para grandes festivales que hacía él en los clubes, con la juventud, con musiqueros de otros países que también traía... Una vez, por ejemplo, vino el Chico Buarque. ¡Quería que yo le enseñara a tocar chacarera, para que hiciéramos algo juntos! Le expliqué que no se podía, porque ellos estaban de paso y con poco tiempo. Y la chacarera no es algo que se aprenda así nomás”.
La biografía de Sixto Palavecino indica que es autor de más de 300 temas. Recién comenzó a registrarlos en 1966, cuando tenía 45 años y grabó los primeros discos con el conjunto Sixto Palavecino y sus hijos: Cuando mecha el sol, Pa’que bailen y Carbonerito santiagueño, para el sello RCA Victor. Se editaron catorce discos propios más, entre grabaciones y antologías, entre ellos Por qué... Por quién, reeditado por este diario. También participó en trece discos de otros grupos, como De Ushuaia a La Quiaca, o Kuska (Juntos), junto a Ariel Ramírez, Jaime Torres y Chango Nieto, o sus participaciones en discos de Soledad, el Dúo Coplanacu o Cuti y Roberto Carabajal. La mayoría de sus canciones son “overitas”, como él las llama: una mezcla de quichua y español. Casi siempre las tocó junto a sus hijos, Rubén, Carmen y Haydée. “Así es la cosa con mi violincito”, decía don Sixto, cuando se le preguntaba por su música, y sonreía. Don Sixto hablaba en diminutivo y sonreía, muchas veces. Cuando lo hacía, transmitía algo de otro orden.
(Karina Micheletto, Página 12, 25/04/09)

LA LEYENDA DEL VIOLÍN DEL MONTE
(Entrevista a Sixto Palavecino)
Es domingo a la mañana en Santiago del Estero. El sol se olvida de que el verano, por orden del calendario, ha terminado. Y calienta como si uno tuviese un soplete en la nuca. El cielo es celeste furioso y está rayoneado con nubes.
Aunque el día es hermoso, el viaje comienza mal. En la puerta de la casa de Sixto Palavecino espera Rubén, uno de sus hijos. "El papi no está bien", anuncia, haciendo gala de esa costumbre santiagueña de llamar papi y mami a los progenitores, aún cuando el nene en cuestión tenga más de 50.
La idea era hablar con uno de los últimos referentes históricos del folclore argentino. Pero el poeta, cantante, "violinisto sachero" y difusor del quichua -ya es material de consulta su traducción del Martín Fierro, que le llevó casi una década- está enfermo. No tiene sentido preguntar qué le pasa. A los 94 años, uno tiene pleno derecho de enfermarse de cualquier cosa e incluso de cometer la imprudencia de morirse. Pero don Sixto -lo bien que hace- está empecinado en seguir viviendo.
Mientras se recupera, Rubén va a la radio para conducir El alero quichua, el programa que Sixto creó hace 40 años, con el fin de difundir la cultura quichua. Sixto iba a la radio hasta hace poco; luego comenzó a saludar a la audiencia por teléfono -en castellano y en quichua- y ahora sólo puede escucharlo.
El ciclo va por Radio Nacional de Santiago (AM 1130) y por la red (www.aleroquichua.org.ar) los domingos, de 11 a 13. El estudio es inmenso, con un piano de cola al costado. Al frente, en un escenario, sólo cuelga un micrófono y cinco personas conducen el programa de pie.
El público va llegando para mandar saludos o mostrar su talento con la guitarra. Y hasta aparece alguien que ensaya una explicación casi científica de por qué para hacer un buen rasguido de chacarera hay que nacer en esta provincia. Casi toda la música que se escucha es en vivo; no hay guión ni nada programado.
En algún momento, entre el público, había alrededor de 10 personas y casi la mitad cargaba una guitarra; el programa comienza a parecerse a una guitarreada, con baile y todo. Todos le preguntan a Rubén cómo está don Sixto, lo recuerdan y le mandan saludos. En esas dos horas y siempre en un registro bilingüe, desfilan músicos de todas las edades, santiagueños expatriados, un luthier-carpintero que muestra un violín y una bandulia y don Belindo Farías, ex policía, poeta y conocido por todos como "el patriarca del quichua".
Cuando el programa termina, Rubén va a lo de su papi. A la casa de don Sixto, en el barrio Almirante Brown, se ingresa por el living, lleno de objetos como si fuese un pequeño museo. Al costado, como una reliquia, se impone su sillón de peluquero, que le dio de comer durante muchos años; algunos de sus violines, premios, facones y la foto de un León Gieco jovencísimo, de mediados de los '80, de aquella vez cuando lo invitó a participar en De Ushuaia a La Quiaca.
De una de las paredes, debajo de una foto con su mujer en blanco y negro pero pintada, cuelga un pedazo de madera, tallado, que tiene una frase: "Sixto y Argelia, 50 huatas cusca" (50 años juntos).
Y finalmente, el hombre aparece. Está en silla de ruedas, con los lentes y el piyama puestos. Pide disculpas porque no puede atender a los periodistas "como corresponde" y dice que extraña estar al frente del programa. "Yo no soy para enseñar. Yo traigo el quichua de nacimiento. Hace muchos años hice ese programa con la idea de arrimar a la gente del campo a la radio, sea o no quichuista. Ahora estoy orgulloso de ellos". Don Sixto habla lento, mirando fijo con unos ojos claros y la cara arrugada como una cama sin hacer.
El 28 de marzo festejó su cumpleaños número 94. Dice que extraña su instrumento. "Tengo una deuda con la música: me hubiese gustado mejorar mi manera de tocar. Agarraba el violín de una forma que me inventé yo nomás". Es interesante -y ahora historia imposible- pensar cómo hubiese sido su carrera si "aprendía a tocar bien", como él dice. Sin formación académica, era admirado por Antonio Agri y otros grandes del instrumento.
Cuando le señalan la madera que recuerda el medio siglo junto a Argelia, don Sixto ensaya una sonrisa. Y mira de reojo a Rubén, como pidiendo permiso para contar. "La conocí en un rezabaile", comienza y seguramente recorre con la mirada aquel baile tradicional criollo, que se suele realizar en cumplimiento de una promesa o por tradición familiar. "Tuve talento para elegir mujer pero no supe buscar amigos. Dos de ellos me traicionaron en negocios que puse. Uno era de ramos generales y el otro en el centro. Me quedé sin un peso. Pero no me hice problema".
Sixto está lúcido, pero cansado. Cuando hizo la nota, dijo que iba a festejar su cumpleaños aunque sea en la cama. Y lo hizo. Ahora está internado y molesto por tener que alejarse de su casa. Luego de la charla, agarra la mano del periodista y de la persona que lo acompaña. "Chau bonita", le dice a ella en quichua. "Chau, caballero", se despide.
Su vida no cambió mucho desde aquellas tardes en las que se escondía en los montes para tocar el violín. El hombre sigue siendo un defensor del quichua. Don Sixto ahora extraña el violín.
Peluquero, músico y difusor cultural
Sixto Doroteo Palavecino nació el 28 de marzo de 1915 en la localidad de Barrancas (Salavina, Santiago del Estero). Fue a la escuela hasta tercer grado porque "más no había". Aunque su madre no veía con buenos ojos que se dedicara a la música, comenzó a tocar el violín a los 10 años; incluso, durante un tiempo, tuvo que esconder el instrumento en el hueco de un quebracho blanco e internarse en el monte a tocar.
A inicios de los '40 se mudó a Villa Salavina. Formó el conjunto "Sixto Palavecino y sus hijos" y comenzó a recorrer el país; se presentó en el Luna Park y en el programa de televisión Sábados circulares. Junto con la música, comenzó con un trabajo de defensa de la lengua y la cultura quichua. Recién a fines de los '60 ingresa al campo profesional de la música. Los Hermanos Simón graban sus primeros temas y la RCA edita el primer disco, siempre en quichua, aunque traduciendo alguna parte al castellano para "el público argentino".
Luego, decide instalarse en Santiago del Estero y vivir de su peluquería para que sus hijos puedan educarse. El lugar era paso obligado de poetas y músicos de todo el mundo. En los '80, León Gieco buscó a ese músico del que todos le hablaban para De Ushuaia a La Quiaca. Participó de ese proyecto y compartió escenario con los grandes referentes del folclore. Desde hace algunos años, está retirado de la música por problemas de salud, pero seguía participando de las audiciones de El alero quichua, el ciclo que creó para difundir ese cultura.
(Clarín)
Del Monte Vengo

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